En esta época en que se celebran más de la
mitad de las Ligas que se disputan, es difícil para el barcelonista millenial triomfant actual hacerse una idea lo que hace varias décadas suponía un campeonato
liguero para los culés babyboomers o de la generación X. Los 60s, 70s y 80s,
previos al advenimiento del Cruyff entrenador, dejaron apenas una Liga por
década. Épocas oscuras, como un día de la marmota del gaspartismo, donde se festejaban con
alborozo Copas del Rey o Recopas, como ahora las nuevas generaciones hacen con
las Champions. Servidor, nacido para el barcelonismo militante en 1981, tardó
relativamente poco para lo que se estilaba por entonces en saborear las mieles
del triunfo ligueo, pero esa primera vez está marcada a fuego en las memorias de
mi niñez. Fue un 24 de marzo de 1985, en Pucela, en el estadio de la pulmonía,
inagurado pocos años con motivo del Mundial de España, y tiene un protagonista
indiscutible, Francisco Javier Urruticoechea, Urruti.
La temporada 1984-1985 amanecía en Can Barça
llena de incertidumbres. Escarmentados de decepciones durante el reciente cuatrienio
vasco, en el que el culé de a pie había presenciado todo tipo de desgracias,
desde desaprovechar ventajas ligueras de 5 puntos en las últimas 6 jornadas con Lattek,
asistir atónitos a como secuestraban a nuestro delantero estrella cuando se
venía remontando desde atrás sin otro posible desenlace que el titulo, hasta
ver cómo el mismo jugador rival lesionaba gravemente la estrella del equipo, ya
fuera alemana o argentina echando por tierra las aspiraciones ligueras del
equipo. El desarrollo de cada temporada convertía en quimérico aquel
tradicional “Aquest any, sí”, que se acuñaba en los aledaños del Camp Nou al
final de cada Trofeo Gamper, al que en cualquier caso, mi padre, el primigenio
Culé de Chamberí nunca dejó de llevarme como punto álgido de nuestras felices
estancias estivales en Roses, cada mes de agosto.
Además, el traspaso de Maradona y la salida de Menotti, habían sido sustituidas por un semidesconocido inglés, Terry Venables, cuyo palmarés se reducía a un par de ascensos, y un delantero escocés, Steve Archivald reclutado por petición expresa del mister inglés, cuyas únicas referencias entre el barcelonismo eran haberle enfrentado en unas semifinales de Recopa en el 82 con el Tottenham, con el que recientemente había conquistado la Copa de la UEFA y algunos partidos con su selección en el Mundial de España. Nada más que llevarse a la boca para los culés aquel verano del 84, acostumbrados por aquel primer nuñismo a protagonizar portadas estivales con el habitual fichaje de la superestrella del momento. Aquel verano tras presenciar la mejor actuación de los últimos veinte años de la selección, subcampeona europea tras apenas caer en el Parque de los Prínicipes ante la anfitriona, teníamos que conformarnos con la consolidación del desafortunado Rojo, la eterna promesa de la cantera que ya Menotti había promocionado, y la llegada del fugaz Clos y sobre todo de un ya prematuramente alopécico veterano del filial de casi 25 años, que deslumbró en el mencionado Gamper, marcando ante el Bayern y haciéndose con el galardón de mejor jugador del Trofeo; Ramón María Calderé.
Además, el traspaso de Maradona y la salida de Menotti, habían sido sustituidas por un semidesconocido inglés, Terry Venables, cuyo palmarés se reducía a un par de ascensos, y un delantero escocés, Steve Archivald reclutado por petición expresa del mister inglés, cuyas únicas referencias entre el barcelonismo eran haberle enfrentado en unas semifinales de Recopa en el 82 con el Tottenham, con el que recientemente había conquistado la Copa de la UEFA y algunos partidos con su selección en el Mundial de España. Nada más que llevarse a la boca para los culés aquel verano del 84, acostumbrados por aquel primer nuñismo a protagonizar portadas estivales con el habitual fichaje de la superestrella del momento. Aquel verano tras presenciar la mejor actuación de los últimos veinte años de la selección, subcampeona europea tras apenas caer en el Parque de los Prínicipes ante la anfitriona, teníamos que conformarnos con la consolidación del desafortunado Rojo, la eterna promesa de la cantera que ya Menotti había promocionado, y la llegada del fugaz Clos y sobre todo de un ya prematuramente alopécico veterano del filial de casi 25 años, que deslumbró en el mencionado Gamper, marcando ante el Bayern y haciéndose con el galardón de mejor jugador del Trofeo; Ramón María Calderé.
El caprichoso calendario había deparado ya
para la primera jornada la visita al eterno rival, el Madrid que consolidaba a
la generación que reinaría en el futbol español los años siguientes, la Quinta
del Buitre, acompañados todavía por un buen elenco de veteranos, dirigidos por
un mito de la casa, Amancio Amaro, que en la víspera aseguró que iban a ganar
aquel primer partido. Lo mejor de la fecha
era que iba a ser la guinda perfecta para mis vacaciones de verano, pues además
de la ya tradicional visita al Gamper, podía presenciar en directo aquel
Madrid-Barça en el Bernabéu. Ante mis incrédulos pero felices ojos, un imponente Barcelona sometió al Madrid en su campo, liderado por un omnipresente
Calderé, que además de cerrar el resultado con el último gol del partido,
saboreó la madera en dos ocasiones y se multiplicó para liderar una presión
hasta entonces nunca vista por estos lares, para con un incontestable 0-3,
auparse al liderato de la Liga desde la primera jornada para no abandonarlo ya
hasta el final del campeonato, con un arrollador comienzo de 10 victorias y 5
empates.
El equipo se podía recitar de memoria. De
hecho es el primer once que soy capaz de recitar casi sin pensar: Urruti,
Gerardo, Migueli, Alesanco, Julio Alberto, Victor, Schuster, Cadreré, Rojo,
Carrasco y Archibald. Además, Sanchez, Moratalla, Boquerón Esteban, Marcos,
Clos y Pichi Alonso, completaban una plantilla compensada, y en la que el
díscolo Schuster, pasó a ser un responsable capitán, liderando a sus compañeros
en campo por un limitado espacio de tiempo, que podemos acotar hasta su cambio
en la final del año siguiente en la final de la Copa de Europa en Sevilla.
Venables dio luz a un equipo solidario de ritmo altísimo de juego, y que basado
en una presión asfixiante ya vislumbrada en el primer partido en el Bernabéu,
pasaba por encima de sus rivales, con un halo de modernidad ante los
anacrónicos planteamientos de la época. Especialmente memorables son los
partidos que se disputaron en el Calderón (1-2) en La Romareda (2-4 sin
Carrasco que había empotrado su BMW aquella semana) o la para mi obra cumbre de
aquel equipo, más allá de la tan manida victoria en el Bernabéu, un 2-5 en
Mestalla remontando un gol inicial de Roberto (el Robert Fernández de nuestros
desvelos actuales), con una majestuosa exhibición de Schuster, coronada por un
sensacional gol en el que roba un balón y cabalga 40 metros hasta superar a
Sempere de disparo cruzado.
El Madrid se había descolgado ya en la segunda
vuelta, tras volver a perder 3-2 en el partido de vuelta en el Camp Nou, y tan
solo el Atlético de Madrid seguía, aunque desde la lejanía, la estela
blaugrana. Era apenas cuestión de tiempo. Tanto que recuerdo que mi padre puso una
pegatina de campeones en la trasera de su Citroen CX Palas antes de tiempo,
desafiando el mal fario que esas cosas suelen traer. A falta de 5 jornadas para
el final, el Barcelona tenía su primer match-ball a la Liga, con la visita al
Real Valladolid de Fenoy, Pato Yañez, Minguela, un joven Eusebio, que jugó los
últimos minutos y Mágico González que había abandonado temporalmente la bahía de Cádiz por
el frío castellano. Una victoria azulgrana garantizaba el alirón, por lo que
fuimos muchos los barcelonistas que nos desplazamos desde todos los rincones a
Pucela, ante la posibilidad de conquistar una Liga tras once largos años. Valladolid
era una plaza a la que en cualquier caso solíamos acudir a ver al Barça. Apenas a
dos horas en coche de mi casa de Chamberí, mi padre tenía un colega abogado que
habitualmente nos conseguía las entradas para el partido, y solíamos pasar el
día en el casco antiguo de la ciudad, comiendo de tapas, y siempre visitando La
Sepia (esa que años después algunos de mis amigos de morro muy fino calificaron de
demasiado dura a la ración que da nombre y fama al establecimiento). En la
capital vallisoletana presencié algunos otros partidos míticos, como un empate
a 2 ante el Valladolid de Cantatore, con Aravena de estrella, o el debut con
gol incluido del que en aquel entonces estaba seguro iba a ser el jugador más
importante del fútbol español en la siguiente década: Iván de la Peña. Sin
embargo, nada comparable a lo que viví aquella tarde primaveral de 1985.
Los nervios por la posible consecución del
título atenazaron a los jugadores, y no se vio a aquel Barcelona dominante
habitual de aquella temporada. Un tempranero gol a la salida de un córner
botado por Schuster marcado por Clos, que jugaba en el lugar habitual de Carrasco,
había puesto en ventaja en el marcador al equipo, pero no había tranquilizado
el ánimo de los jugadores, muy imprecisos durante toda la tarde. Así, a los
pocos minutos, en una falta en la frontal, magistralmente cobrada por el Mágico
González, el Valladolid empataba, alejando el alirón azulgrana, cuyo juego no
le hacía acreedor de la necesaria victoria. Pero ora vez el balón parado, una de las
grandes virtudes de aquel Barça de Venables vino al rescate y la precisión
quirúrgica de la pierna derecha de Schuster puso un balón que Alesanco, acababa
por introducir en las mallas blaquivioletas, poniendo al alcance de la mano el
título para los intereses barcelonistas.
Pero todavía faltaba la dosis de épica
necesaria con la que poderle contar a los nietos los presentes aquella tarde en el
Nuevo Zorrilla una historia a la altura de aquella
efeméride. En el minuto 88, Sánchez Arminio, arbitro de
aquel encuentro, pitaba penalti de Julio Alberto en una jugada más que dudosa.
Si aquel penalti entraba, no había alirón aquella tarde. Mágico González, el
genial salvadoreño, se disponía a patear ante uno de los mejores especialistas
en parar penaltis del fútbol español. La consecución del título, en las manos
de un Urruti, que pasó desde aquel minuto a ser leyenda del barcelonismo, con el sobrenombre de "Urruti t´estimo" que Joaquín María Puyal le dedicó aquella tarde. El lanzamiento abajo a la
derecha del portero, fue adivinado por el portero vasco y atajado, ante la
algarabía de la parroquia culé que era multitudinaria en el nuevo Zorrilla
aquel día. Entre ellos, en una localidad cercana al palco en tribuna, un niño lloraba
de alegría ante lo que era su primera Liga. De muchas, afortunadamente.
Joder, que bonito, también fue mi primera liga, soy del 76 y en el 84 me habían llevado por primera vez al Camp Nou. Recuerdo muy bien el final de la 83-84 con la final contra el Athletic y la marcha dolorosa de Maradona (recuerdo que hubo hasta manifestaciones para que se quedara). También me acuerdo que esa 84-85 fue la liga de la huelga de jugadores y la segunda jornada los equipos de primera jugaron con juveniles (4-0 creo que ganó el Barça al Zaragoza). Una gran alegria que desgraciadamente nos duró poco, un año después nos llevábamos lo que creo que fue el mayor palo de nuestra historia en Sevilla.
ResponderEliminarGracias. Me encanta que te trajera buenos recuerdos, y es que como la primera no hay ninguna ;-)
EliminarAños difíciles los que vivimos los niños culés de los 80. Que diferencia con los de hoy, afortunadamente, jajaja.