Ha sido este un puente especialmente intenso, y no solo gracias al viaje familiar anual que suele programar mi padre, el primigenio Culé de Chamberí, y que esta vez nos ha llevado a recorrer Cantabria, desde los picos de Europa a Cabárceno, para disfrute de los pequeños. Con el objeto de evitarnos el trastorno del seguro atasco de vuelta, habíamos ya decidido adelantar la vuelta al sábado por la tarde, lo que dejaba el domingo ya en Madrid, de vuelta, tranquilo en casa. Pero el viernes, mientras disfrutaba de los apetecibles manjares del restaurante de la familia de Iván de la Peña, en el barrio pesquero de Santander, me llegó un whatsapp de un nuevo grupo: "Final Copa Libertadores". Al abrirlo, uno de #MisVikingos me invitaba a presenciar en directo el River-Boca del Bernabéu. Sin duda, soy un tipo con suerte, como decía casualmente un enamorado del miembro más ilustre del restaurante donde estaba comiendo, Javi Roldán.
Sí, soy un tipo con suerte, porque lo que hace un mes me parecía algo maravilloso por histórico, pero extraordinariamente lejano, acabó, tras una serie de coincidencias desgraciadas y en absoluto deseables, disputándose a pocos kilómetros de mi morada chamberilera, lo que, junto a los buenos contactos de #MisVikingos, abrió la posibilidad de poder formar parte, siempre desde un respetuoso segundo plano, de lo que ya por entonces entendí como el partido más importante de la historia del fútbol a nivel de clubes.
Sí, soy un tipo con suerte, porque lo que hace un mes me parecía algo maravilloso por histórico, pero extraordinariamente lejano, acabó, tras una serie de coincidencias desgraciadas y en absoluto deseables, disputándose a pocos kilómetros de mi morada chamberilera, lo que, junto a los buenos contactos de #MisVikingos, abrió la posibilidad de poder formar parte, siempre desde un respetuoso segundo plano, de lo que ya por entonces entendí como el partido más importante de la historia del fútbol a nivel de clubes.
El destino, igual que el fútbol, es muy cabrón, y ello se hizo patente una vez más. Quien había conseguido las entradas no pudo acompañarnos al partido, postrado en la cama con un gripazo de aúpa. Al final fuimos otros 3 futboleros los que disfrutamos de un espectáculo impactante. Desde el despliegue de seguridad hasta el desenlace del partido.
Entramos una hora antes, tras las pertinentes cervezas en los alrededores, en el perímetro de seguridad que se había formado para la ocasión, blindando la Castellana y tan solo dejando acercarse a las proximidades del Estadio a quienes disponían de entrada. Policia a caballo nos recibía para después pasar un primer y exhaustivo control de seguridad. Una vez dentro, el ambiente era más bien afable, por lo que pudimos tomarnos una última cerveza en el mítico Jose Luis, donde otros de #MisVikingos, los Hortal, suelen celebrar el postpartido con su numerosa y madridista familia, y que alguna vez he tenido la suerte de compartir con ellos. Ni rastro de incidentes en los alrededores afortunadamente, así que decidimos entrar con tiempo para disfrutar del ambiente en el interior del estadio.
Ninguno de los tres que tuvimos la fortuna de presenciar el partido teníamos una preferencia clara, afortunadamente, porque las entradas nos ubicaron en el fondo en el que estaban los aficionados de River Plate. Una vez dentro, el ambiente se caldeó, pero muy civilizadamente. Quizás, lo único bueno de todo lo que ha pasado es que se ha despojado de violencia a la pasión. No sé si, a cambio, perdiendo algo de autenticidad, pero a ojos de un europeo ya descreído, y que ha vivido cinco finales de Copa de Europa, la pasión que rodeaba el partido me pareció muy superior a cualquier final que haya podido presenciar. Solo puedo compararla a la de la final de Wembley en el 92, pero más por la carga emocional que para mi tuvo, que por el ambiente en si.
Debo reconocer que, pese a paladear cada segundo de la noche, uno tenía la sensación de estar usurpando el lugar de alguno de los 66.000 espectadores que unas semanas antes tuvieron que volverse a casa sin ver el partido desde el Monumental de Núñez, y que, en su mayoría, no eran culpables ni cómplices de la barbarie que se había desencadenado a pocos metros del estadio, propiciada por un dispositivo de seguridad que no entra en la cabeza de ninguna persona medio cuerda. Lo mío fue toda la noche un disfrute agridulce, una ilusión con un punto furtivo, casi clandestino, pues sabía que mi sitio correspondía a alguno de esos hinchas de River, por lo que también imbuido por el ambiente que me rodeaba, me convertí durante algo más de dos horas en un gallina más, porque millonario, uno no se puede sentir ni por esas.
El estadio estaba hasta la bandera. Tan solo estaban vacías unas zonas que, imagino, por seguridad se dejaron sin ocupar. Mis amigos madridistas me comentaban, que ni siquiera se veían los vomitorios, pues todos los pasillos estaban llenos de gente de pie. Suerte que teníamos el césped cerca como vía de escape alternativa. Y es que el partido se vivió entero de pie, nadie se sentó en ningún momento de los 120 minutos. Tan solo en el descanso y antes de la prórroga pudimos descansar un poco en nuestros estrechísimos asientos. Una vez salieron los dos equipos, el ambiente era impresionante, digno de lo que estaba a punto de comenzar.
El partido empezó con cambio de campo y con Andrada, el portero de Boca, defendiendo el arco que teníamos a apenas una decena de metros. El meta bostero no se libró de todo tipo de insultos, cánticos y mofas, pero no cayó ni un papel al campo. La única pega que se le puede poner al partido, calidad aparte, es que los 4 goles fueron en la otra portería, tan lejana que no dejaba percibir con claridad la peligrosidad de los ataques. Estando casi a ras de césped, eso sí, se podía apreciar perfectamente a defensas y delanteros, cómo se perfilaban, cómo se buscaban, y lo flojos técnicamente que era todos los defensas del partido, no sé si apelmazados por la responsabilidad, pero muy alejados del estándar europeo en cuanto a control, desplazamiento y rapidez con el balón en los pies. También la diferencia de césped, mucho más rápido y menos tupido en Europa es posible que tuviera influencia en esta percepción.
La primera parte fue una apología de la intensidad, carente de todo fútbol. Cada balón dividido por la falta de precisión era luchado como el último de una vida. Los dos equipos jugaban absolutamente maniatados por el peso de la responsabilidad, y solo los fallos impropios de los defensas acercaban al peligro, aunque creo que no hubo un solo tiro entre los tres palos. Hasta el minuto 44, donde un buen balón en profundidad de Nández habilitó a Benedetto, que ya al cuarto de hora se había visto que se elevaba con cierta solvencia por encima de los otros 21. El delantero de Boca, desbordó con un auto-pase al central de River, que fue al suelo como un juvenil, y se plantó solo ante Armani, que salió tapando mucha portería. Pero Benedetto, con mucha calma, y no menos calidad y solvencia, lo puso al poste izquierdo, imposible para el meta de River. El otro lado del campo, que hay que decir que eran mayoría con cierta claridad enloqueció, y en mi fondo se inauguró un funeral, que se prolongó durante el descanso. Apenas se oían conversaciones en el intervalo; aquella algarabía inicial había dejado paso a una congoja de proporciones bíblicas porque, no olvidemos, el resultado de ayer tiene toda la pinta que va a dar una ventaja irremontable en las tertulias bonaerenses de las próximas décadas. La tensión y el sentimiento se podían cortar con un cuchillo en el descanso. Apenas algún grito apelando a los jugadores rompía aquella suerte de velatorio multitudinario.
El comienzo de la segunda parte tampoco pintaba muy bien para River, pues Benedetto bajaba con solvencia balones en la frontal, provocando incluso faltas peligrosas que el árbitro, lamentable toda la velada, se encargaba de menoscabar con distancias de barrera bochornosas. Sin embargo, a la hora de partido cambió todo gracias a dos sustituciones. Schelotto, parece que en un cambio ya pactado por su limitación física sacó del campo al mejor de Boca sin duda, Benedetto. Además, un par de minutos antes, el Muñeco Gallardo, había sacado del banquillo al bueno de ellos, Juan Fernando Quintero. Estos dos cambios, dieron la vuelta al partido. Boca, cambió la finura y la clase de Benedetto por un armario ropero de tres cuerpos, cuya única virtud me pareció la de ser indestructible, pues se levantó en segundos de una tarascada de roja indudable en Europa que hubiera dejado cinco minutos en el suelo a cualquier otro mortal. Y River, sacó a un jugador, que desde los dos primeros balones que tocó, dio con la tecla. Empezó a romper líneas con pases perpendiculares, llenos de sentido. Y con ese espíritu llegó la jugada del empate, empezada, cómo no, por Quintero, y continuada por Fernández y Palacios a un toque para que el goleador Pratto apenas tuviera que empujar. Sinceramente, no recuerdo haber vivido un gol como ese en una grada, una explosión de alegría salvaje, gente desconocida abrazándome entre lágrimas, unas lagrimas que serían ya protagonistas del resto de la noche. Miles de aficionados gritaban para sacar de dentro la desesperación en la que les había sumido el gol de Benedetto.
Sin muchos más sobresaltos se llegó a la prórroga. Yo, por dentro deseaba intensamente que aquello no llegara a los penaltis, porque alguno de alrededor se me moría seguro de la tensión. En el campo, Quintero seguía rompiendo líneas como el niño que lame un helado, con naturalidad y gustándose. Nada más empezar la prórroga un torpe pisotón de Barrios, dejaba a Boca en inferioridad. Se festejó en el fondo de River, pero enseguida esa fugaz alegría fue opacada por la angustia de no poder marcar ante 10, y tener que ir a los penaltis. El tobogán emocional más irracional que uno puede llegar a imaginar. Pasaban los minutos, se llegó al descanso de la prórroga y una nueva angustia azotaba a la afición de River. Temerosos de una derrota dolorosa que incluso enviara al olvido a los gallinas del 66, que dejaron escapar un 2-0 al descanso ante Peñarol en Santiago de Chile. Pero esto podía ser incomparablemente peor. Hasta que volvió a aparecer Quintero, y su zurda de terciopelo transformada en un lanzamisiles, que perforó la escuadra de la portería de Andrada a diez minutos de la conclusión. Otra locura, otras lágrimas de liberación de la angustia, otros desconocidos abrazándonos.
De ahí al final, vimos a un extraordinariamente valiente y lleno de coraje Boca, ya con nueve tras la lesión de Gago, quien justo antes del final de los noventa minutos había comparecido de nuevo en el que fue su estadio. Los xeneizes se volcaron en un asedio inédito en el resto de la final, amenzando la portería de un Armani, tan seguro bajo palos como tembloroso en cada balón aéreo. En uno de éstos últimos, un central tuvo que sacar a corner, ya bajo palos, un balón que iba a ser embocado y ya en el penúltimo, en tiempo de descuento, el poste impidió un inconcebible empate de Boca, ante el congojo a pocos metros de ese palo de miles de hinchas de River que tragaron saliva y respiraron aliviados en un mismo segundo, para en la salida del siguiente corner, con Andrada hacía ya minutos establecido en área contraria, certificar el título, de nuevo a pase del iluminado Quintero, con una carrera de setenta metros del Pity Martínez ante la portería vacía de Boca en un final a la altura de la final más larga, imprevisible, agónica y cambiante que ni el mejor de los guionistas hubiera sido capaz de imaginar.
En los siguientes minutos, una vez se llegó al final del partido, se vivió el drama en toda su extensión. El fondo de Boca todavía tardó unos minutos en empezar a vaciarse, como si hubieran tardado en asimilar que aquello había sucedido en realidad, y que habían sido derrotados por el eterno rival en el partido de todos los tiempos, tras desaprovechar tres ventajas. Si pienso en lo que había vivido alrededor mío en el descanso, y lo extrapolo a ese momento, no quiero ni imaginar lo que fueron para toda esa gente esos minutos infinitos hasta salir del estadio y alejarse lo suficiente como para empezar a olvidarlo. A mi alrededor, se multiplicaban las lágrimas también. Y no me parecían lágrimas de felicidad, sino de alivio, de una descompresión emocional tal que no dejaba a la mayoría disfrutar del momento. Sin distinción de edad, sexo o condición. Paulatinamente, la hinchada de River, fue poco a poco tomando conciencia de lo que había conseguido. En un principio el ruido no estaba en consonancia con lo conseguido, y sobre todo si lo comparamos con lo vivido al comienzo, pero con el paso de los minutos fueron recuperándose todos para festejar junto a unos jugadores que, en el campo se querían hacer uno y abrazarse con cada uno de ellos. Llegó la entrega de trofeos y los jugadores de Boca, deportivamente, aguantaron estoicos hasta justo el momento antes de entregar la Copa, que ya se ahorraron presenciar, como habían hecho esa mayoría que fue la mitad más uno anoche en el Bernabéu.
Una vez entregaron la Copa, los tres intrusos en aquella fiesta que se presumía ya sin fin, nos retiramos educadamente, pues disfrutar de aquello, sí que estaba claro que no nos correspondía. Nos despedimos de nuestros vecinos de localidad, venidos de todas partes del mundo, deseándoles yo una victoria, altamente improbable visto el nivel, ante el Madrid en el Mundial de Clubes, y nos marchamos para, rodeados ya afuera por seguidores compungidos de Boca, tomarnos una última cerveza con la que poner guinda a una extraordinaria noche de fútbol. Un fútbol de antes, del de nuestra infancia, anterior a toda esta globalización, acceso masivo e inmediato a cada detalle de cada partido, pero mucho menos sentido y auténtico en relación a la forma en que yo entiendo el fútbol en toda su extensión.
Creo que los tres nos hicimos suficientemente acreedores al final de haber tenido la posibilidad de vivir un partido histórico, pues disfrutamos sin el lastre de la tensión de todos los detalles de un partido inolvidable. ¡Gracias, Chou!
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