Todos los que en mayor o menor medida seguimos a un equipo de fútbol, sabemos que el día después de una derrota definitiva es complicado tener la capacidad para afinar en el análisis. Tu humor no es el mejor, y sientes cierta tendencia al pesimismo y a echar todo por la borda. Sin embargo, una de mis cruzadas personales es la de acabar con el fatalismo atávico culé, tan propio de generaciones barcelonistas anteriores.
Por eso, esta mañana, según me iban viniendo ideas sobre qué escribir sobre la derrota ante la Juve, aunque se me agolpaban enfoques de lo más derrotista, fui fuerte y enseguida los deseché. Pensaba también en cuestiones tácticas, planteamientos culposos, jugadores que no estuvieron al nivel esperado, planificaciones deportivas erráticas, el gran nivel defensivo del rival...
Al final, dado que no es momento de poner notas, pues en 3 días tenemos un Madrid-Barça que puede dar la vuelta a la tortilla de muchos análisis tempraneros y precipitados, me he decantado por un hecho que ha sido ampliamente mencionado tanto mediáticamente como en grupos de whatsapp, o breves tertulias de café en la oficina. Un hecho, para mi, extraordinario; por lo inaudito y por poner en perspectiva la grandeza de este equipo, capaz siquiera por un instante de desterrar ese victimismo atávico culé, que tanto daño ha hecho al club. Me refiero a la extrarodinaria reacción ante la derrota plasmada en la atronadora ovación con la que el Camp Nou despidió al equipo, pese a la clara y merecida eliminación europea.
Cuando digo equipo, me refiero sobre todo a los jugadores, que en su mayoría han sido partícipes de la mejor época de la historia del Barcelona, desde el advenimiento de Pep en verano de 2008 hasta la anunciada salida de Luis Enrique a final de esta temporada, con los breves interregnos del malogrado Tito Vilanova (con su Liga de 100 puntos) y el ínclito Tata Martino (sin títulos, pero siempre cerca de ellos).
Las eliminaciones amplias como la que nos ocupa, perdiendo por diferencia de 3 goles y sin marcar en 180 minutos, pese a disponer quizás del mayor arsenal ofensivo de la historia del fútbol, solían devenir en Can Barça en bronca, pañolada, dimisiones, destituciones y limpiezas a final de temporada; giros copernicanos que nos ponían de nuevo en la casilla de salida de la construcción de un proyecto, que es lo que un equipo grande debe tener. Estoy hablando de las noches del Colonia en el 81, Dundee United en el 87, Leverkussen en el 88 o Bayern en el 96...
Ayer, sin embargo, los últimos minutos del partido fueron un homenaje de un Camp Nou entregado, impecable, una vez más a la altura de lo que se le pedía, a un equipo que no supo responderle con juego, si acaso con actitud, pero que sí les ha dado a todos ellos algunas de las alegrías más grandes de sus vidas. El estadi se lo agradeció cantando el himno, gritando a coro "¡Barça, Barça, Barça!" y ondeando las banderas y bufandas al cielo. Un homenaje espontáneo, sentido y multitudinario, que esperemos no sea flor de un día y certifique de una vez por todas la mayoría de edad del barcelonismo militante. Una mayoría de edad que nos acercaría a nunca dejar de pertenecer a la élite futbolística europea. Esa glamurosa nobleza a la que tanto costó llegar pese a tener todos los mimbres para no solo formar parte de la misma, sino liderarla como se ha hecho en los últimos 12 años, con 4 títulos, 4 semifinales y 3 cuartos de final en la máxima competición.
Sin tiempo para digerir lo ocurrido, el domingo este mismo grupo de jugadores se enfrenta a otro reto mayúsculo, la necesidad de tomar el Santiago Bernabéu para poder seguir aspirando a revalidar por tercera vez consecutiva el título de Liga, volviéndoselo a negar a un Real Madrid, que puede que llegue con excesiva confianza por las dispares resoluciones de las eliminatorias de Champions de entre semana. Esperemos que así sea.
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