Reconocerás
que, si eres culé (y si no quizás también) al leer el comienzo del título de
este post se te ha dibujado una sonrisa espontánea. Esa sonrisa es lo que mejor
define no solo al futbolista, sino también al personaje: Ronaldinho.
Hace
unos días, Roberto de Assis, el hermanísimo, y también representante de
Ronaldinho, anunciaba, o mejor dicho oficializaba, lo que creo que todos ya
habíamos interiorizado y asumido: Ronaldinho se retira. En los últimos dos
años, ya solo aparecía en bolos diversos, dejando siempre detalles de lo que
nunca dejará de ser: un mago del balón. Se ha escrito mucho, y bien sobre él,
pero uno no podía dejar pasar la oportunidad de hablar de alguien que cambió
una dinámica terrible no solo en el equipo, sino en el barcelonismo en general,
poniéndonos en la senda de un liderazgo, tanto en cuanto a
levantamiento de metales como, sobre todo, en cuanto a convertirse en la referencia
de juego en el fútbol mundial que, durante la última década, justo
coincidiendo con su marcha, hemos venido disfrutando los culés.
Pongámonos
en faena y contextualicemos su llegada. Julio de 2003. El barcelonismo venía
del más absoluto infierno sumidos en el tardo-nuñismo y su sublimación con Joan
Gaspart como presidente del Barça. Eran tiempos oscuros, en que se celebraban
clasificaciones para previas de Champions como títulos, y en los que se
presentaba el Osasuna en el Camp Nou, te pegaba un meneo de juego, acababas
empatando al final no se sabe bien cómo, y te ibas aliviado, ni siquiera ya enfurecido.
Un grupo de jóvenes entusiastas había ganado, contra todo pronóstico, las elecciones. Liderados por un joven abogado llamado Joan Laporta, y a lomos de un concepto atractivo, el círculo virtuoso, que nos debería llevar a lo más alto. Sin
embargo, pese a haber llegado a un acuerdo por Beckham con el Manchester
United, el rubio inglés, teórica llave maestra que iba a poner en marcha aquel
círculo virtuoso, se decantaba por incorporarse al imperio galáctico que
Florentino Pérez venía acuñando a base de fichajes multimillonarios verano
tras verano, a la orillas del Paseo de la Castellana.
Se
necesitaba un golpe de efecto que, más allá de la ilusión que la nueva forma de
dirigir el Barça proponía, ilusionara de verdad a un especialmente
afligido aficionado culé, cuyo fatalismo se encontraba, esta vez justificadamente, en máximos históricos. Sí,
máximos históricos. Y ese golpe de efecto llegó tras la brillante gestión del
flamante nuevo vicepresidente deportivo, Sandro Rossell, entonces todavía trabajando codo con
codo junto con Laporta y demás chicos del Powerpoint (Soriano, Ingla, Bartomeu…).
Aterrizaba desde París un brasileño, sonriente y optimista, con aire
desenfadado, despreocupado, como si no supiese bien dónde y cuándo llegaba, siempre antecedido de un saludo
surfero que acabó siendo origen de unos dibujos animados, los Barça Toons.
Su
fútbol era como su carácter: alegre, juguetón. Una técnica privilegiada, acompañada de
una potencia descomunal en el tren inferior, le permitía desarrollar un fútbol creativo y fantasioso, arrancando desde esa izquierda que hizo suya durante años, para
desplegar sobre el verde todo su portafolio de recursos técnicos interminables. Efectistas pero
efectivos. Y siempre sin abandonarle su sonrisa, incluso cuando era bajado
inmisericordemente y de manera poco académica, incluso a veces violenta, por los defensas contrarios, impotentes ante
la manifiesta superioridad que irradiaba el juego del entonces 10 blaugrana. Recuerdo
una frase de Gudjohnsen, aquel rubio islandés que pasó sin demasiada gloria por
el Barça de Rijkaard, que hablaba de lo increíble que era entrenar con el astro
brasileño, porque hacía cosas con la pelota que hasta que se las veía hacer a
su compañero. No es que fueran imposibles, es que eran inimaginables. Al hilo, comentaba, que cualquier día, haría hablar a la pelota, y todos lo
verían con absoluta normalidad, viniendo de quién venía.
Además,
era un tipo que desde el primer día cayó de pie. Su primer partido oficial con
el Barça en el Camp Nou fue la mítica noche del gazpacho. Un partido absolutamente atípico, de madrugada. Pues para poder contar con los internacionales azulgrana que debían
partir por normativa de selecciones la mañana siguiente, y también cumplir con
la negativa del Sevilla, el rival aquella noche, a adelantar un día el partido,
se jugó a las 00.05. El estadio, contra todo pronóstico, estaba hasta la
bandera. Ronaldinho ya había dejado un detalle técnico nunca visto, la
“espaldinha”, con la que tocó de primeras un balón que sacó Valdés hacia él y
dejó a un compañero libre para continuar la salida de balón. Pero faltaba lo
mejor. El equipo, todavía por hacer, pues venía de una temporada donde apenas
se había clasificado para la UEFA, y todavía debía acoplar la nómina de
fichajes que los nuevos dirigentes habían acordado (Márquez, Quaresma, el
desafortunado Rustu o Luis García, entre otros). El Sevilla se había adelantado en el
marcador, y el Barcelona, pese a tener ocasiones, sobre todo por parte de un canterano debutante aquel
partido, llamado Sergio García, no conseguía marcar. Corría el minuto 58, y
Ronaldinho recibió un saque con la mano una vez más de Victor Valdés, todavía
en campo propio. Avanzó, pausadamente, deshaciéndose de rivales con
recortes, caños, y cuando estaba a aproximadamente 30 metros de la portería,
soltó un latigazo seco, que tras golpear violentamente en el larguero se colaba
en la portería sevillista, desatando la primera vez de muchas el delirio en el
estadio barcelonista.
Tal era
la tensión acumulada, de años diría yo, del barcelonismo, que una estación
meteorológica en Barcelona, ante el estruendo ocasionado, registró un
movimiento sísmico, en una metáfora de lo que aquel gol representó a mi
entender: una ruptura, un punto de inflexión en la historia azulgrana, el giro copernicano
que nos devolvió el orgullo a través de esa sonrisa, que se trasladaba a su
juego, y que ya en la segunda vuelta de aquella primera temporada empezó a dar sus
frutos en forma de resultados, y al año siguiente nos devolvía a la senda de
los títulos con una Liga largamente celebrada y esperada, y una segunda
Champions en París en la tercera temporada, junto a la consecución de un nuevo
título de Liga, y algo todavía más importante, el asentamiento definitivo en el
primer equipo del mejor jugador de la historia del fútbol: Messi, a quien
Ronaldinho, lejos de los típicos recelos que el inabarcable talento del
rosarino podría haber despertado normalmente en el entonces monarca de ese
equipo y del fútbol mundial, acogió bajo su manto protector, dejándole en
herencia póstuma el número 10 del Barça.
Luego vendría su declive, excesivamente temprano a ojos de todos, pero ese es un asunto, que hoy no toca tratar, hoy toca celebrar que Ronaldinho nos devolvió el orgullo y la sonrisa.
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