Era el 17 de mayo de 2006, y en pleno resurgimiento de sus cenizas, el Barcelona de Ronaldinho se había plantado en la final de la Copa de Europa en París, tras haber conquistado ya el año anterior la Liga española, tras 5 años de sequía, la más larga desde el advenimiento del Cruyff entrenador. La sonrisa del brasileño, un entrenador lleno de sentido común que con la llegada de Davids en el mercado de invierno de la primera temporada había dado con la tecla, la cada vez más numerosa presencia de jugadores de casa y una acertada en su mayoría política de fichajes, había ensamblado un equipo que se disponía a dar el golpe en Europa. En esos días, tan solo la ya algo lejana Copa de Europa de Wembley, se erguía solitaria en el Museu.
Yo, semanas antes, había conseguido entrada para la final, vía sorteo de socios, pero mi padre, el primigenio Culé de Chamberí, no había tenido la misma suerte. En cualquier caso, el hombre se cogió un avión a Paris, el mismo día para vivir el día en su ciudad favorita, respirar el ambiente y ver el partido en algún bar de la ciudad, rodeado de sus amados parisinos (esta parte, nunca la entenderé, ya que cuantos más parisinos conozco, más me reafirmo que lo que el mundo odia no es a los franceses, sino a los habitantes de su capital). Yo, sin que él lo supiera, albergaba alguna esperanza que a mi amigo Albert, Tito Discotheque para los más allegados, le pudiera llegar a sobrar alguna entrada de protocolo, que era donde él trabajaba desde meses antes en el club azulgrana.
La tarde anterior, me había cogido un puente aéreo desde Madrid (gracias a los entonces puntos Iberia), y había salido por la capital catalana con uno de #MisVikingos, el Capi, a quien el amor llevó contra todo pronóstico a Barcelona un tiempo para estar cerca de la que hoy es su mujer. Nos corrimos una buena juerga, como no podía ser de otra forma, aunque yo me tenía que levantar muy pronto, porque tenía el vuelo a París a las 9, junto a Alex, a quien casi no he vuelto a ver desde aquel día, un amigo de Albert. Llegué a Paris, y cogimos el metro desde el aeropuerto para ir al centro. Ya desde el aeropuerto, se respiraba un gran ambiente, pero llegar a una ciudad donde se disputa una final, siempre es diferente a todo.
Llamé a mi padre, para quedar a comer con él, en uno de sus restaurantes favoritos, La Coupole, en el Boulevard de Montparnasse, cita obligada en cualquier visita con la familia a la ciudad de la luz, junto a Au Pied de Cochon, del que esta vez, por cuestión de tiempo tuvimos que darnos mus. Cuando llegué al restaurante, Albert ya me había dicho que había posibilidades de conseguir la entrada para mi padre, así que quedé con él enfrente del hotel de concentración de los directivos, en un café, a media tarde. Comimos, como siempre, muy bien, y nos dispusimos a llegar paseando hacia la zona de Campos Elíseos, tras más de una hora de disfrutar París. Yo me habría decidido por el metro, pero cómo podía negarle a mi padre el gusto de pasear, si a esas horas, todavía no sabía que podría ver el partido en Sant-Denis.
Llegamos al café, frente al hotel, y justo vimos salir a varios directivos del Barça, ya supongo en dirección al Estadio. Albert se hizo de rogar, pero con esa gracia que le caracteriza se presentó con un plano de Paris, y se le dio a mi padre para que pasara bien la tarde, a lo que mi padre, educada pero orgullosamente respondió que gracias, pero que él conocía ya bien Paris. Albert le insistió, y hasta que no le dije que lo abriera, el hombre no se dio cuenta, que dentro iba la entrada para el partido. Y encima rodeado de ex-jugadores. No pudo verla conmigo, pero no podía haber mejor alternativa. Su cara de agradecimiento lo decía todo. Tanto que el pago posterior en agradecimiento a Albert fue en forma de camisa de Armani, que tanto le gusta a Tito, siempre hombre de morro fino y gustos caros.
Llegamos al campo, y en la puerta, seguidores del Arsenal, nos llegaron a ofrecer 5.000€ por una entrada. No habíamos hecho el viaje, por mucho que ofrecieran, para ahora quedarnos fuera, así que renunciamos a tan jugosa compensación. El campo, espectacular, pese a la lejanía del césped. El ambiente mágico en uno y otro fondo. Me tocó segunda gradería en el fondo de la portería de los goles, y allí ya en el asiento volví a coincidir con Alex, mi compañero de sufrimiento esa tarde-noche.
Rijkaard había decidido no arriesgar con un casi imberbe Messi, quien lesionado desde la vuelta de octavos contra el Chelsea se quedó sin verstirse en una de las grandes decepciones de su carrera, y tampoco dio la oportunidad de inicio a Iniesta, ni a Xavi, todavía convaleciente de su larga lesión en la rodilla. El once fue: Valdés; Oleguer, Puyol, Márquez, Van Bronckhorst; Edmilson, Deco, Van Bommel; Ronaldinho, Eto´o y Giuly.
El partido empezó de manera inesperada y preocupante, con un Barcelona nervioso y superado. Henry tomó el mando de manera majestuosa y tan solo un brillantísimo Victor Valdés, en la que sería la actuación de su carrera, con dos grandes paradas en los primeros 5 minutos evitó que los ingleses se pusieran por delante. El equipo de Rijkaard se fue asentando con el paso de los minutos y comenzaron a llegar las primeras ocasiones, hasta que Ronaldinho en su única jugada destacable del partido, habilitó una cabalgada de Eto´o, y fue derribado por Lehmann, el portero gunner, al borde del área. Pese a que Giuly, a puerta vacía recogió el rechace para marcar, el árbitro decidió expulsar al alemán. La decisión marcó sin duda el partido, pero ya en ese mismo momento, a mi me pareció más conveniente que hubiera dado el gol. Porque más vale pajaro en mano...
En una inexistente falta lateral de Puyol a Eboué, magistralmente botada por Henry, fue cabeceada por Sol Campbell de manera exhuberante ante un Oleguer que perdió su marca en línea con su desastrosa actuación aquella tarde. Nada pudo hacer Valdés, y el Arsenal se adelantaba pese a su inferioridad numérica, y se disponía a defenderse con orden y bravura para salir peligrosamente a la contra a la menor ocasión. A punto estuvo de marcar Etoó, pero su disparo se fue al poste y nos fuimos al descanso con una gran preocupación entre los culés allí presentes.
Rijkaard leyó muy bien la situación y cambió a Edmilson en el descanso para darle la manija a un imberbe Iniesta, más acostumbrada a jugar en la banda derecha del ataque en aquellos tiempos. El manchego, con la tranquilidad y clarividencia de su fútbol ya por entonces, viró completamente el partido y dio sentido a un Barça que echaba de menos a su estrella brasileña, apagada durante todo el encuentro. Sin embargo, eran más peligrosos los contraataques del Arsenal, con un incisivo Ljunberg y un dominante Henry, que tan solo fueron frenados por la portentosa actuación de la pantera de Hopitalet bajo los palos azulgrana.
El Barça merodeaba el área, pero no llegaban las ocasiones claras. Rijkaard apuró los cambios y volvió a dar en la teclar. Larsson por un intrascendente Van Bommel, y Belletti por un desastroso Oleguer. Ambos protagonizarían la final. Pasada la media hora, según caían las primeras gotas sobre Saint Denis, un pase vertical de Iniesta, era suavemente tocado por Larsson para dejar a Etoó mano a mano por la izquierda. Su disparo, rápido y al primer palo sorprendió a Almunia, y al besar las redes desató en un grito toda la tensión de hora y media en las gradas. Se alejaba el fantasma de la derrota que nadie quería siquiera mentar entre los aficionados.
Apenas cinco minutos después, los dos últimos cambios protagonizaron la jugada del partido y la imagen icónica de aquella final, bajo una tromba de agua ya desatada. Belleti en tres cuartos metió un balón a Larsson al área. Éste, controló, se giró y le devolvió al brasileño que entraba desbocado por el carril del ocho, su disparo con todo el alma, casi sin angulo, pasó entre las piernas de Almunia que acaso ayudaron a alojar el balón en la red. Era el primer y único gol de Belletti como azulgrana, y valía nada más y nada menos que una Copa de Europa para un equipo que por estilo y edad de sus jugadores parecía destinado a marcar una época que nunca fue así por la falta de disciplina y la autocomplacencia permitida y acaso auspiciada desde el banquillo y el palco. En la grada, el delirio más absoluto. Gente desconocida abrazándose, llorando de felicidad, en una especie de éxtasis colectivo sin importar, como dice el himno, el origen o la condición del de al lado.
La vuelta, tras el emotivo reencuentro con mi padre, que volvía a Paris para hacer noche, a la salida de Saint Denis, la recuerdo con cariño pese a los apretones en el tren que llevaba al aeropuerto, y la larga y desorganizada espera para el vuelo de vuelta a Barcelona, donde llegué con el tiempo justo para coger el primer Puente Aéreo de la mañana, para irme a trabajar sin apenas dormir, pero feliz. Lo último que recuerdo es camino del trabajo ver desde el coche a un niño, culé en Madrid como yo, sentado con su camiseta del Barça en la ventanilla del autobús que le llevaba al colegio, con la sonrisa de quien ha vivido su primera Copa de Europa la noche anterior.
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