Hace unos días, leí un artículo de Enrique Ballester, que aquí podéis leer, que se titulaba Don Fútbol, y las veces que de una manera u otra, el fútbol, le había salvado la vida. Yo me sentí tremendamente identificado con lo que decía, y por eso me he decidido a escribir esta entrada, con la que quiero inaugurar, la sección de Historias del Futbol, que como dije queda absolutamente abierta para que los que de una manera u otra, formáis parte de este experimento de Culé de Chamberí, podáis tener una tribuna donde expresar cualquier historia relativa al fútbol, jugado o visto.
Yo, como culé residente en Madrid, no he tenido la posibilidad de vivir mucha grada, de ir cada domingo a ver a mi equipo, por lo que las veces que el fútbol me ha salvado, ha sido por haberlo jugado.
Y todos los que hemos jugado al fútbol hemos experimentado en mayor o menor medida situaciones similares. El fútbol, el puto fútbol según la acepción de madres, novias y esposas en muchas ocasiones, en el que hemos dejado (pero nunca malgastado) tanto tiempo, energía y, en muchos casos también, dinero, por no hablar de los sufrimientos que nos ha hecho pasar; esas lesiones, esas rodillas peladas para toda la semana, esas noches sin cenar, esos disgustos, esa falta de sueño, y hasta algunas de las lágrimas que has vertido en tu vida.
Yo, os voy a contar algunas veces en mi vida, en las que el fútbol me ha abierto una puerta, de las más distintas índoles. Y es que el fútbol, como decía el artículo antes mencionado "siempre está ahí, esperándote. Cuando te va bien y cuando te va mal, cuando te obsesionas o lo dejas un tanto abandonado".
Mis primeros recuerdos de que el fútbol me salvara la vida, fue en los dos cambios de residencia que tuve muy de niño. De Jávea a Valencia y de Valencia a Madrid. En aquellos tiempos, los primeros amigos fueron los que jugaron conmigo al fútbol el primer día en el patio. Entonces, mi vocación de guardameta todavía no había despertado, y no era más que un zurdo más o menos aseado técnicamente, al que el fútbol insertó en el grupo rápidamente, abrazando esa sensación de pertenencia absolutamente impagable a edades tempranas.
Algo así, muchos años más tarde, me ocurrió también, cuando me fui a vivir a Portugal. Expatriado, solo, con una tarea por delante mucho menos atractiva de lo que creía llevar en la maleta el primer día. Era el único español de la compañía, y al tradicional recelo que hacia los españoles tienen en Portugal, se sumaba la cristalina percepción que de mi tenían mis colegas, y que luego con el tiempo, cuando muchos de ellos ya amigos me confirmaron: la direçao en Portugal me había ya encasillado como espía de los españoles, aquellos que tomaban decisiones que afectaban a sus vidas a 600 kilómetros de distancia. Se me pusieron todos los obstaculos para encajar. Hasta que una tarde, un informático muy majete, a la par que ingenuo, me invitó a jugar con ellos al fútbol al final de la jornada de trabajo. Ahí, yo ya era un portero como dios manda, y llevaba el kit de portero siempre a mano: botas, espinilleras y guantes. Jugué ante las al principio desconfiadas miradas de mis compañeros de pachanga, pero desde aquel "o espanhol defende com o caralho" que se fue propagando como un reguero de pólvora por Sintra, una parte importante de aquellos tipos, que compartían conmigo campo los lunes en el polideportivo de Odivelas, comenzaron a verme con otros ojos, volviendo a sentir aquella sensación de pertenencia de la infancia.
Y no solo me abrió las puertas de la aceptación, sino que también me las abrió en el trabajo. Una vez acabadas las experiencias por el fútbol regional, entré en un equipo, que todavía es el mío, el Sallema, en el que los que empezamos por entonces, hace veinte años, y todavía seguimos, éramos "los juveniles". Pagábamos la mitad de la cuota y jugábamos rodeados de tipos bastante mayores que nosotros, muchos de ellos muy bien colocados profesionalmente. A uno de ellos, habiendo ya sido aceptado en su empresa en secreto a sus espaldas, le pregunté si habría otra posición dentro de la compañía en la que pudiera cuadrar, que no fuera la financiera que tan poca gracia me hacía, pero para la que me habían ofrecido trabajar. . Y así es como empecé a trabajar en mi empresa actual, en un puesto más atrayente que el de dedicarme a los asientos contables, como en un principio había sido reclutado.
Además, el fútbol te da la oportunidad de conocer a gente de todo pelaje. Y es que un balón, dos porterías y una misma camiseta te convierten en camarada de sangre de tus compañeros, durante el tiempo que compartas objetivo: ganar partidos. Gracias a los equipos en los que he tenido la suerte de jugar, he ganado grandes amigos, y he aprendido a tratar, entender y apreciar a gente de todo tipo, lo que me ha ayudado a lo largo de mi vida a enriquecerme extraordinariamente como persona; dándome la posibilidad de conocer realidades ajenas a las de mi entorno más cercano.
Y todavía, el fútbol sigue siendo muchas veces esa válvula de escape, en la que uno puede volver a la esencia, sin importar los años que hayan pasado, los problemas laborales, sentimentales, familiares o personales que uno tenga. Cuando el balón rueda, y en mi caso ya desde el momento que me enfundo los guantes, uno se siente de nuevo trasladado a la infancia, a aquel niño que jugaba en el patio del recreo, cuyo único objetivo en la vida, era ganar aquel partido, que terminaba cuando, a regañadientes nos obligaban a volver a clase. Esa sensación de plenitud, que muchos calificarían (entre ellos yo) como felicidad, ¿verdad?.
Grande amigo!!!pese a ser el foco de ocasionales discordancias, creo que todo tu entorno y ante todo tu mujercita entiende tu gran pasión... sin medias tintas, siempre lo das todo.BSS
ResponderEliminarYo creo que con esta entrada tan buena, y por supuesto, que jugamos con los primeros, tengo ya el camino despejado! 😉😉😉 👏🏼👏🏼👏🏼
ResponderEliminarMenos mal Yago, que al final, tuviste la cautela de esperar unos día más para reaparecer, porque como verás en la Crónica, fue un partido para no acordarse, aunque sí para aprender.
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